martes, 14 de agosto de 2012

Ella.

El frío nunca la dejaba respirar.
Ella cerraba cremalleras, puertas y ventanas. Siempre entre cafés y mantas, entre almohadas y lágrimas. Entre vasos interminables de alcohol y escalofríos y vómitos. Y manchas borrosos, y más olvido, y todo lo roto.
Luego correr. Correr siempre, de todo, de todos. Cerrar los ojos. No saber respirar. Morir. No absolutamente. Nunca acababa. He ahí el problema, y la solución.
Humo. Había mucho humo. Estrellas. Gritos. Los putos gritos. Y el frío, claro. Y todo roto. Tan absurdamente roto que los bordes cortaban.
Dolía el solo pensar. Dolía todo tanto... Y aquella inercia la arrastraba, y ella cedía. Porque no había nadie. Nadie quería estar. Solo la tristeza. Como siempre. Como nunca.
Quería hacer calor. El sol se había ocultado en alguna parte, lejana, absurda, perdida. No valía la pena buscar(se). La improbabilidad de caer en algo que verdaderamente valiera la pena. Y lo fácil que era hundirse en las cenizas, en lo que arrastraba el alma, en el puto alfiler de siempre. Cada respiración era peor que un mundo, un reloj roto cuyo tic-tac desgarraba, feo, ridículo, sin vida.
Zambullidas en silencios grandes, inmensos, desmesurados. No quedaban palabras y sin palabras no hay nada. Y la oscuridad los observaba, precipitándose, riéndose a costa de quienes ya han perdido todo y lo saben. Lo más triste es que lo saben.
A veces una certeza se clava más fuerte que cualquier puñalada, y deja secuelas.
Pero ella. Ella.
Ella era el problema.
Ella no sabía qué buscar, si es que quedaba algo. Si es que alguna vez había existido. Su cabeza era taladrada por aquellos murmullos de su pasado, incesantes, insidiosos. Terribles. Tan terribles.
Y ella, con los pensamientos frágiles hecho pedazos, casi como su corazón. Una grieta le recorría el alma, atravesándola, entera. Ella.
Ella era la tristeza. Pero no lo era. Y aquella dualidad la partía y le reventaba las palabras que intentaban salvarla.
Y así ella, un día, desapareció. Desaparece. Desaparecerá.
M.A.G.