viernes, 28 de junio de 2013

Tristeza.

La tristeza de los atardeceres muertos
llega cada madrugada de mierda
envuelta entre los recuerdos y
las lágrimas que empapan la vida.
Cuando mis alas se cansan
de fingir que están enteras y
de jugar a que pueden volar hechas pedazos.
Si solo quiero cerrarme las heridas con algo de luz,
arreglarme el corazón a besos
para dejar de coserme miedos a la boca
y de buscar finales a los círculos.
Esas espirales que solo saben de destrucción
anticipadamente cíclica,
de comas etílicos,
y de carcajadas histéricas a la cuatro de la mañana.
Como una cama que nos atrapa
entre unas sábanas que no saben a victorias,
que no guardan ese olor reconfortante
y no saben nada sobre cómo salvar a alguien.
Sentirse condenada por unas palabras
que nunca se han pronunciado,
que la felicidad se fugue con tu suerte
y te dejen agonizando en el suelo de algún bar.
Porque la soledad que más asfixia
es la que nunca terminamos de aceptar,
los trenes a los que subimos mientras lloramos,
las calles que nos gritan que un día
podíamos parar el tiempo con una sonrisa.
A veces me tatúo en las ganas
que no todo está perdido y que quizá algún día
deje de mirar las ventanas y las pastillas
pensando en una posible vía de escape.
Pero hasta los colores más brillantes
se apagan si les vomitas encima,
y las lámparas más bonitas
dejan de iluminar cuando las revientas contra el suelo.
Y yo ni emito luz
ni puedo aspirar a ser primavera.
M.A.G.

miércoles, 26 de junio de 2013

A veces me pregunto si me lees.

A lo que siempre me respondo que quizá escriba para eso. Y espero con toda mi alma (rota ya) equivocarme.
Yo solo sirvo para dirigir mis palabras a nadie, para encerrar la tristeza en alguna prisión que no se encuentre dentro de mí. No busco una carta, ni una disculpa o despedida. No ambiciono a recibir comprensión, ni rabia o extrañeza.
Las letras son mi placebo, el reemplazo algo más amable de mis verdaderas emociones, que están bajo llave en la planta baja de mi memoria, destrozando los sueños.
Quizás estas madrugadas que agonizan con lecturas de Bukowski mientras pienso en el suicidio son el verdadero sentido que esconde mi vida. O tal vez mi destino no sea otro que esbozar una sonrisa resignada y asentir cuando me recriminen mi fatalismo, mi nostalgia, mis obsesiones y mi forma de sentir. ¿Cómo he podido atreverme a dormir a deshora, a emborracharme para nadie y a no ambicionar la felicidad anodina que embarga al resto del mundo muerto?
Mi reprochable ironía quizá solo desea que dejen de tratarme como a otra oveja más, que corre tras lo socialmente aceptado y murmura las palabras de rigor cuando la ocasión lo requiere.
Nunca he querido aceptar esa cordura muda y racional que parece recorrer las expresiones de todo el que me rodea. No me interesan vuestros juegos de hipocresía, vuestra falsa sonrisa ni las críticas hacia el modo de vida que yo he elegido.
Si quiero que toda mi puta vida sea una sucesión de poesías que lloren por mí, así será. Desde que era niña he sido la extraña en un mundo de relojes que no se parecía en nada al País de las Maravillas, y sí a la ciudad gris que describía Momo.
Estoy atrapada en un bucle de emociones autodestructivas, y me sorprende observar cómo enfocáis hacia mí vuestra amable preocupación en lugar de ocuparos de cómo os morís de indiferencia diariamente.
No obstante, gracias. Gracias a todos por hacerme sentir realmente viva cuando me comparo con vosotros.
Y por haber conseguido que mis primeras frases me importen una mierda en este momento.
Ojalá algún día alguien sea capaz de leer mis gritos.
M.A.G.

jueves, 20 de junio de 2013

Llover es cantar

La lluvia de los ojos no es más que una melodía que se nos va de la mirada. Notas que se deslizan por las mejillas, mientras cada lágrima arrastra un poco de rímel y de tristeza.
Se crean canciones de ritmo agitado o resignado, aunque a veces simplemente nacen de un mi menor que no termina de encajar en la vida. Y la letra se escribe con los pensamientos que guarda cada tormenta de agua salada, con esas palabras que anidan en las costillas color melancolía.
Cantarla es tan libre como suicida, tan complejamente simple como correrte llorando. No todos los oídos quieren escuchar los gritos que los corazones reprimen. Pero los ojos suspiran, y cuando la canción empieza a decaer, solo se puede continuar entre notas ligeramente desafinadas.
A veces la lluvia roza el suelo, o moja alguna sonrisa irónica que se cruza en su camino. Encharca hasta el alma y las pupilas no son más que dos pianos hundiéndose en un océano mientras suena su última canción eterna (con el impulso irracional de dejarse arrastrar a ese abismo de notas suicidas).
Quizá lo mejor sea bailar lentamente mientras la canción se agota y abandona el recipiente del cuerpo, para abrazar el aire que la transporta y la mata (es mejor así).
Se crean sonidos tan preciosos cuando llueve fuerte, que es fácil volverse adicto al tipo de tristeza que inunda las poesías con su color azul que araña. Y no hay droga más dura (mentira, la hay, y es la puta culpable de la mayoría del dolor que tiñe cualquier tormenta) que obsesionarse con la melancolía que empaña las ventanas y las almohadas, que inunda cualquier vagón de metro cuando no hay más que soledad en todos los asientos.
Firmar una carta con gotas de nostalgia, empapar libros y camisetas con una fina llovizna que lo acaba cubriendo absolutamente todo, incluso cada resquicio de indiferencia que se empeña en gritar "me la suda" en medio de un concierto de ojalás (rotos en mil pedazos por toda la habitación).
Cuando alguien canta, se siente vivo aunque esté muerto, y esa es quizá la magia de todas las tormentas que se llevan la respiración y un trozo del alma. Algunas de las nanas que la noche regala son las que  acunan y se llevan el sueño (irónicamente). Y la única manera de acallar la autodestrucción es apagar la música y dejar que un mar de silencio transporte los últimos susurros entrecortados.
Llover es cantar, y la tristeza es una de las canciones más peligrosas y bonitas que existen.
Cuidado con enamorarte de sus notas, porque nunca hay vuelta atrás.
M.A.G.

viernes, 14 de junio de 2013

Ironiria

Oniria encontraba a Insomnia y los dos conectaban bien. Qué fácil, ¿verdad? O más bien, qué difícil. Hallar la magia, compartirla, confiarla. Que os bese, que os abrace, que os folle en cualquier noche eterna y os haga indestructibles. Hasta que los polvos dejan de ser de hadas (o dejan de ser, sin más) y las varitas son solo bolis que aplastar contra el papel, desgarrando el alma en forma de frases y frases que nadie leerá nunca.
Eran la misma piel, pero los dos saltaron al vacío en vez de andar por los cables. No era necesario tanto equilibrio, ¿no? (Quizá ese era el verdadero fallo). Ni quererse tanto, ni quererse bien. ¿Para qué coño buscáis adjetivos y adverbios? Había cosas simplemente inexplicables, y aquella era la verdadera magia.
Esperar era importante, aunque las luces de neón jamás eran suficiente; siempre acababan parpadeando insolentemente antes de apagarse de golpe y dejarlos a oscuras. Y aunque las madrugadas y los bares en penumbra servían para refugiarlos entonces, recuerdo que un día que escribí que a veces las sombras pueden comerte.
Tampoco había pijamas, y no, Oniria jamás era capaz de soñar si estaba con él, pero Insomnia sí conseguía dormir. Tal vez se tergiversó la historia, o tal vez la historia los tergiversó a ellos. Lo cierto es que el principio y el final fueron lo mismo, y los días no vividos continuaron sucediéndose, uno tras otro, entre ojeras y fragmentos rotos de esperanza, el único resto absurdo que dejó la magia.
Y es que al subirse al piso más alto, se acabaron despeñando a cámara lenta, admirando el final a medida que se acercaba inexorablemente, resbalando por el aire, emborrachándose de despedida. (Aunque Oniria jamás se despidió, y tampoco fue cruel. Ni siquiera cuando el suelo se la tragó). Demasiados reencuentros jodidamente esperados, demasiadas dualidades que los envolvieron en un anticiclón. Al menos las noches fueron más azules que cualquier día de verano, al menos siempre fue él.
Pero sí, después de la caída ella ya no soñaba más, y sus fantasmas la visitaban en cada parpadeo prolongado. El problema de Insomnia no era querer despertar; Insomnia ya había despertado. Y ella juraba bajo toneladas de hormigón palabras que ninguna persona jamás oiría, porque eran suyas, eran su alma estrujándole la garganta y las letras, y eso no tiene derecho a sentirlo nadie más. No se debe prestar el dolor, porque irónicamente siempre exigen los intereses.
El subsuelo no es eterno, y cuando Oniria regresó, una ciudad muerta la observaba girarse en cada esquina buscando el encuentro más inesperado de todos. Ella nunca escapó, ni dejó intervenir a nadie más que a sus propias palabras. Solo juraba bajito, y trataba de dormir.
Es otra historia más de sueños (rotos) e insomnios (histéricos). Otro castillo de arena que se tragó la marea, otra página arrugada de un libro que nadie quiere leer (y a quién le importa).
Y el fin en negro de la historia era una anticipación hecha de letras, como la misma Oniria. Ella no es más que el anagrama de Ironía, pero no lo comprendió hasta que Insomnia acabó cediendo al sueño fácil. No era el final esperado. No hubo gritos, ni terceras personas, ni una última mirada de desolación. Solo quedaron los días no vividos, entre humo, botellas vacías y las trampas de la memoria.
Oniria estaba atada a la autodestrucción circular. Y quizá solo la palabra que la condenaba podría salvarla.
M.A.G.

sábado, 8 de junio de 2013

Costumbres.

Al final te acabas acostumbrando a los desvelos insanos, a los labios helados y a las pesadillas donde el único monstruo eres tú.
Duele, pero la rutina se impone. Y ella no es más que hostias al móvil, temblores inhumanos y apatías desordenadas sobre el suelo de mi cuarto.
La soledad es una casa donde solo cabe la tristeza, y todas las cicatrices de la memoria. Es lo que queda cuando ya nadie está pendiente de tus victorias, ni teme por tus derrotas. Ya no existen los cigarros a medias (y te lo agradezco, porque gracias a ello creo que nunca podré fumar tabaco yo sola), ni las lágrimas de felicidad, ni la puta seguridad que conllevaba saber que te cuidaban al dormir.
Y es que hay trenes que solo pasan una vez, hay abrazos en los que nunca volverás a morir, hay palabras que ya no sabes cómo cojones volver a pronunciar. La única repetición que siempre te va a acompañar son los recuerdos. Y ellos harán de cualquier dolor físico una alternativa más suave y menos enfermiza.
Porque ya todo se te queda grande, y sabes que nadie te echa de menos, que nada será capaz de reparar una mitad que ha estallado en mil pedazos, que es solo polvo y no polvos (joder). Ya solo queda una tonelada de palabras que podrían servir como armas de destrucción masiva para el puto corazón. Ya nadie te salva el mundo cuando estás hecha mierda, ya no sabes a quién avisar cuando te pasa algo bueno por una maldita vez.
Te acostumbras a morirte poco a poco, a taparte hasta la nariz con las sábanas incluso a 40 grados. El frío se convierte en tu mejor amigo, la ropa en una cárcel, y la sonrisa, en otra mentira más. Aunque quizá lo peor sea que todo acaba produciéndote indiferencia, y ya ni siquiera tu propia vida te importa.
Tan solo te sientes viva cuando lloras hasta consumirte por completo, cuando estrellas cualquier cosa contra la pared, cuando sonríes con ironía ante tu propio reflejo. Y es que el desengaño te destruye por dentro.
No sé si es peor quedarte sin nadie a quien escribirle, o escribirle a alguien para quien ya no eres nadie.
Al final te acabas acostumbrando a solo querer con botellas de alcohol.
O no. Quizá no te acostumbras nunca (y este nunca sí es de verdad). Pero es lo único que te queda.
M.A.G.

miércoles, 5 de junio de 2013

¿Capaz?

Y lo digo con la mirada por los suelos, con las palabras atascadas en tus omóplatos. Lo digo como quien habla con un simple fantasma de su memoria.
Quizá hasta que las imágenes provienen de fuera y no de dentro, no apreciamos con qué frase empezamos a convertirnos en ruina y rutina, en qué detalle (nos) perdimos el mundo y ganamos una guerra absurda en nombre de un orgullo al que no le debemos nada.
¿Habrá realmente un límite de felicidad, un estado al que jamás regresaremos y que nos perseguirá eternamente? ¿Estamos condenados a jodernos la vida por culpa de un éxtasis que una vez nos salvó?
Tal vez lo importante sí sea tener finales al fin y al cabo, saber cuándo hay que cortar de raíz. Yo, la que hace un año quería luchar hasta quedarse sin corazón, arañar hasta el último trozo de amor que aún impregnara el aire. Yo, que era alérgica a las rendiciones y a la desesperanza.
He acabado por creer en la autodestrucción infinita que nos arrastra, y quizá sí que haya una mejor forma de acabar. (Cada letra de la palabra miedo acompaña todos estos párrafos y tildes, aunque aquí no haya líneas torcidas, ni lágrimas emborronando la tinta).
Ojalá aún pudiera seguir creyendo que ese final es un error. Ojalá pudiera ignorar toda la mierda que me lleva a pensar de otra manera. Pero ¿qué hago si llevo meses pensando que quizá lo mejor hubiera sido que el puto mundo se acabara en diciembre? (Cómo si me hicieran falta más pensamientos obsesivos a los que encadenar respiraciones desordenadas de madrugada).
Porque ser el ataque de ansiedad favorito de alguien no es ningún piropo, y destruir todo lo que tocas no es ni mucho menos un mito o exageración. Quizá es que algunas personas somos así, nos destrozamos la vida poco a poco y cuando la única oportunidad de ser feliz llega, solo podemos mantenerla sepultándonos bajo toneladas de hormigón.
Y ese es sin duda uno de los peores terrores nocturnos del mundo.
Sin embargo, continúo jugando aunque sepa que me matan cada victoria y cada derrota. ¿Hasta dónde voy a llegar?
Salvarme. ¿Capaz o incapaz?
M.A.G.