martes, 5 de agosto de 2014

Escribirle.

Escribirle al humo. A un espejismo fugaz que algunos llaman "primer amor" (o primera muerte). Cerrar los ojos y bailar con las ideas, acariciando las plumas viejas de unas alas con las que no supimos aprender a caer después de rozar el sol con el sexo, las estrellas con nuestro mejor cielo.

Escribirle al silencio. Llorarle a unas palabras que murieron en el alma antes de besar una boca. Y qué esperamos. Si únicamente queda saliva en noches demasiado claras, almohadas que rozan labios tristes y rotos de rencor insomne.

Escribirle al adiós. Como si nos leyera. Como si le importáramos lo más mínimo. Solo somos otra mano contra el cristal de un autobús, otro corazón cerrándose sobre sus cicatrices después de bañarlas en alcohol y sal de nuestra propia lluvia.

Escribirle a una sombra. La llamamos memoria cuando tenemos el valor de afrontarla. El resto del tiempo huimos de su nombre y sus fantasmas, nos agazapamos en un rincón neutral de nuestra mente, rezando para que se vaya y deje de recordarnos alientos que nos quemaban la nuca y la sangre.

Escribirle al espejo. No a uno cualquiera, sino al nuestro. Ese en el que nos miramos aterrorizados cuando el reflejo se difumina en blanco y negro, o cuando ni siquiera encontramos nuestra mirada esperándonos para reconfortarnos. Somos opacos y grises, matices irrelevantes sin más.

Escribirle a un reloj. Nuestro mejor fallo, el más irónico. Jamás transformaremos el lápiz en manecilla, ni el corazón en engranaje. No somos más que el fruto del desgaste de un mecanismo, del avance irremediablemente exacto de unas horas que nunca vuelven. Y eso, a veces, es peor que la muerte.

Escribirle al quizá. Ah, cómo duele. Ese vacilante enemigo de todo aquel que busca certezas a las que agarrarse. El culpable de que algunos perdamos el rumbo condenándonos a un impasse eterno, a la duda extrema entre saltar al vacío o volver atrás.

Y, finalmente, la causa y la perdición de casi cualquier letra suicida.

Escribirle a alguien. Sí, a ese puto alguien que se ha colado en tu vida por accidente, como una broma del destino, y que se te ha clavado a fuego en la sonrisa. O a ese maldito amor cíclico y obsesivo cargado de toxicidad inhumana. Incluso a esa víctima, daño colateral de la tormenta y las llamas, que da golpecitos contra tus barreras de hierro y secretos.

Puede que nuestro peor vicio sea impregnar las palabras de personas. Su olor tenue nos persigue donde quiera que nos leamos. Y ese privilegio, esa condena, solo la conocemos nosotros.

MA.G.