martes, 25 de marzo de 2014

La primavera se subió a mi falda y desgarró las flores

Se deslizaban apresuradas, tímidas, eufóricamente enrarecidas de rojo. Sus pétalos de risa olían a bares llenos de aquel frío que parece no irse nunca.
Bailaban llenas de rabia muda, de tristeza vacía con olor a despedida. Aquellas faldas que volaban entre abriles se esfumaban con el invierno, pero algunas incluso se cosían los colores a diciembre.
El escenario, el ambiente de ensoñaciones propio de los felices años 20, de esos que desembocan en alguna tragedia de Fitzgerald.
Las lágrimas de plata contaban historias a altas horas insalubres, donde los suicidas cruzan puentes pero no se enamoran de ellos. Aquellas gotas de lluvia empañan a menudo los critales del superficial espejo que exhibimos ante los demás. Somos nubes extrañamente melancólicas, pero sabemos querer sin medida y joder. Con eso basta.
El argumento, los sueños encendidos con la bruma, el sol rezándole a las estrellas (cuentos que se lloran cuando se ama).
Funambulistas que se especializan en gritarse y en comerse el aliento a versos. La mayor histeria descontrolada a las dos de la madrugada, porque curar conlleva destruirse primero. Y dos extraños sin frenos siempre entienden de heridas porque una vez se enamoraron de ellas.
Entre agua marina y sonrisas al vacío, nos despeñamos con dulzura, y qué no daría por saltar siempre hacia ti. 
Los actores, escondidos en sus máscaras de realidad bajo los recuerdos sin suceder. Insensatos y terribles, cuerdos de atar y de vuelo. Autobuses y ojeras, gritos enfrascados en cabezas tristes.
Las agujas se enfurecen cada vez que retroceden. Están mustias y cansadas, ya no atienden a (co)razones. Los engranajes del alma van a trompicones contra el puto espacio tiempo. Cosas de relojes.
Quiero aprender a echar de menos los abrazos poliédricos, o simplemente que el tacto de una sonrisa posee más magia que las hadas.
M.A.G.

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