miércoles, 9 de abril de 2014

"Ningún libro que leímos avisaba del peligro de creernos especiales."

Y es que a veces no importa el lugar al que vuelvas
ni los labios que olvides,
solo basta el silencio, el color que te regala el cielo
y los botones de esa camisa
mientras esperas el maldito ascensor.

Viajamos, extasiados, en busca de la mirada
que nos robe el premio de lotería
para poder saltar en paracaídas sin chaleco
y hacer todas esas cosas en las que juramos
no caer jamás.

Somos unos enfermos emocionales
de cerveza agria y cigarros malos
de gritar "yo le quería, hostia"
en el bar más sucio de Sevilla, Madrid o
cualquier punto borroso de un mapa roto.

Lloramos y lo escribimos
como un vicio raro que nos da suerte
y del que somos incapaces de aprender.

Ojeras crónicamente enamoradas
de una idea, de una boca
o de todos esos libros de los que hablaba McEnroe.

Y otra madrugada nos atrapa
en la calle quizá
o en otras sábanas
pero lejos de lo que amamos
y cerca de lo que nos consume
(a veces, solo a veces
los dos conceptos coinciden
en el mismo espacio
y se produce el milagro).

M.A.G.

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