jueves, 4 de septiembre de 2014

No, no hay título

Triste, como Radiohead cuando tiembla el invierno. O como los poemas cuando desciende la tinta sobre el papel, emborronando nuestros latidos y su lenta inercia azul.
No es un sentimiento, ni una llama a contraluz. Apenas se acerca a un parpadeo, y es tan sutil como las pestañas al respirar. Quizá no valga ni como palabra.
Es un estado extraño, de matices insoportables, de sobriedad enterrada bajo oleadas de rabia. Una adicción a algo que realmente no existe, a letras que solo se dibujan en el fondo de tu cabeza.
A veces escribo sobre cosas que sé que no entenderé en mi puta vida. Puede que ahí está la gracia, o la esencia de todo esto.
No busco el perdón ni me justifico. Solo me deshago.
La vida nos interroga indirectamente y luego se ríe ante nuestra ansiedad de hallar cualquier respuesta amable. Como si eso existiera. Como si el consuelo no fuera tan solo una ilusión momentánea fruto del miedo a la verdad. No hablo de asuntos trascendentales. Sería demasiado fácil ironizar sobre ello, y por eso prefiero hablar de lo terrenal. Duele más porque está más cerca. Suele pasar.
El final se parece mucho a huir cuando no hay más puertas que atravesar. La rendición anticipada frente al corazón. ¿Quién ganará? La herida que más sangra es quizá la que nos arrastra más fuerte, más dentro. La que nos engulle y nos hace suyos. Somos de nuestras cicatrices (y qué bonito).
Porque todo lo precioso se nos clava, y es ahí donde reside el único optimismo posible. Sacar flores de las tormentas, o aprender a extraer de la tristeza un universo extraño de lluvia cálida y seca.
No sabemos escribir, ni vivir, ni tan siquiera encontrar algo donde aferrarnos cuando explotemos y seamos miles de huecos de colores. Jodido olvido y jodida absolución.
Y sí, yo he olvidado. Y no, tampoco quiero solucionarlo. (Ese es el problema, grita una voz escondida en mis manos.)
Menos mal que soy un cúmulo de desastres infinitamente delicados.
M.A.G.

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