Y todas las noches escuchábamos McEnroe para oírnos en sueños. A veces funcionaba, y era la lluvia quien mojaba nuestro miedo cuando temíamos abrir aquella ventana.
Una vez prometí que nunca dejaría que me contaran cuentos sobre mí, porque luego me los creo y, dime, ¿de qué sirven todas las princesas de cristal y las chicas de arena, si luego se quedan solas mientras el fuego las quema? Aquellas historias que destruían terrores nocturnos para luego crear ese miedo a las personas.
Esto es una carta a mi pasado, anónima, sincera y absurda. El saber colocar los puntos finales es un verdadero arte. O quizás simplemente una de esas formas de tentar al destino (¿quién te dice a ti
que no es solamente un puto y aparte,
otro párrafo de hielo, esperando derretirse y calar en tus huesos?).
Nos peleábamos por esos vinilos que nunca llegamos a tener, quizás porque las promesas absurdas no eran suficientes para crear aquel ambiente de sutil relajación (otra de esas mentiras suaves que nunca nadie se molesta en explicarnos).
Mis reproches favoritos son aquellos que vienen de la mano de advertencias a las que no hiciste caso. Cortar el único hilo que me ataba a la cordura fue el resultado de que todas las palabras rodaran por el suelo, hipnotizándome con el sonido de las letras chapoteando en los charcos. El desastre absoluto, perfecto; nuestro naufragio.
Hablarle al pasado es acariciar nuestros errores con suavidad, como quien le suspira a las bailarinas de las cajas de música (esas notas temblorosas, idílicas y tan hermosas como el cristal más brillante y diminuto).
El final de esta carta es una ironía. Aún recuerdo cómo rompiste mi canción, desoyendo cada palabra que pronunciaste. Hace unos días (inmersa en ese ciclo de casualidades que invisiblemente teje toda nuestra vida) otra canción llegó a mis oídos, la primera de todas. Y sonreí. Cualquiera diría que era una pequeña señal que no me molesté en tener en cuenta. Sí, solamente fuimos dos extraños.
Como aquella otra vez. Como 'Los días contados'. (Mis) Ironías en forma de capicúa, claro.
A día de hoy procuro no jugar con las canciones.
¿Gracias? pasado.
PD: Tus recuerdos son mi mejor almohada por las noches.
M.A.G.
viernes, 14 de diciembre de 2012
domingo, 9 de diciembre de 2012
Cara B
Todo era lo mismo y a la vez, nada cobraba el sentido esperado.
El edificio de siempre, al lado de aquel parque tan de sobra conocido. Esa vieja farola, el árbol que parecía a punto de caer pero que milagrosamente, ahí aguantaba. "Me recuerda a mí" pensó él.
"Y ya basta de descripciones. ¿De qué me sirve mirar el mismo escenario si el tiempo, el argumento y los actores han cambiado?"
Encendió otro cigarrillo. Meses intentando esquivar sus recuerdos, y ahora comprendía que jamás debieron ser pasado. Y, en realidad, nunca lo fueron (por mucho que se hubiera convencido de ello, ni siquiera todos los puñetazos a la pared de su habitación habían logrado hacer desaparecer esas pestañas de su retina).
Esperaba. Sabía que ella aparecería, tarde o temprano. Le sobraba el tiempo (ya no le encontraba sentido a horas, minutos y segundos. Eran simplemente parte de un reloj siempre atrasado).
Sonrió al verla venir de lejos. Aquellos pasos tambaleantes, la mirada vidriosa de quien ha bebido de más, la falda corta y los labios rojos. No podía ser ninguna otra.
Suspiró mientras ensanchaba su sonrisa. Qué ironía. Leía el miedo en sus ojos desde lejos. Él, que prometió matar todos sus monstruos. Ella, que solo se sentía segura en sus brazos.
Ya no eran ellos. Simplemente se habían vuelto dos extraños que se alimentaban de su propia memoria. Marionetas de convicciones de otros, dueños de vidas más convencionales.
"¿En qué nos hemos convertido?" pensó él mientras la observaba acercarse lentamente.
Ella se paró a una distancia prudente. Él aguantó la tentación de ensanchar la sonrisa. Podía sentir claramente las ganas de aquella chica que intentaba no temblar. Ganas de partirle la cara, de partirle los labios, de partirle el pecho en un abrazo. Su risa sarcástica era la defensa de quien no quiere reconocer su derrota. Habló, pero él ni siquiera se molestó en escucharla. Ya sabía sus palabras, conocía sus pesadillas, podía palpar sus murallas, y estaba rasgando levemente la superficie de su autocontrol.
Se concentró en fumar y en romper las barreras inútiles que ella había intentado colocar.
-Las cosas han cambiado mucho. El tabaco no sabe igual si no me lo quitas con tu saliva de la boca.
Pudo oír el primer "crack" en aquel muro de hielo que los separaba. Sentía como su mirada ardía, y ella no podía hacer nada contra eso. El fuego terminaría por derretir hasta la última capa de hielo. Arrasaría con todo, para bien o para mal.
"Qué paradójico incendiar aquello que tienes intención de salvar" pensaba él mientras la respiración de la chica se volvía más acelerada y audible.
Ella volvió a atacar intentando impregnar de odio sus palabras, con la esperanza de envenenarlas de rencor y así alejarlo. Él ni siquiera necesitaba observarla. La conocía demasiado bien. "Pretende herirme dirigiendo hacia mí un odio que no me pertenece. Ella solo se odia a sí misma."
-Estás temblando-él seguía sin mirarla-. Deberías comprarte otro reloj, y dejar de llegar tarde a las personas. Nunca entendiste que necesitaba saltar, y que tú solo querías volar. Yo soy grito, y tú cristal.
Y ella se rompió. Él pudo sentir en su propio cuerpo el dolor, y el cigarrillo se soltó de su boca, consumido por completo.
-No somos ceniza. Te lo prometo-susurró él.
Solo quedaba una cosa por romper, y era la distancia. Un paso. Dos. Tres.
-Que el mundo sea el que se consuma. No volvamos a convertirnos en una explosión que se va dejando tras de sí olor a pólvora quemada y cristales rotos en el suelo. Devuélveme el alcohol de tus labios, y quédate con mis escombros a cambio. Siempre han sido tuyos.
"Y siempre lo serán" (su último pensamiento, antes de que ella deciciera desaparecer en su portal o enterrarse en las estrellas de sus ojos).
M.A.G.
El edificio de siempre, al lado de aquel parque tan de sobra conocido. Esa vieja farola, el árbol que parecía a punto de caer pero que milagrosamente, ahí aguantaba. "Me recuerda a mí" pensó él.
"Y ya basta de descripciones. ¿De qué me sirve mirar el mismo escenario si el tiempo, el argumento y los actores han cambiado?"
Encendió otro cigarrillo. Meses intentando esquivar sus recuerdos, y ahora comprendía que jamás debieron ser pasado. Y, en realidad, nunca lo fueron (por mucho que se hubiera convencido de ello, ni siquiera todos los puñetazos a la pared de su habitación habían logrado hacer desaparecer esas pestañas de su retina).
Esperaba. Sabía que ella aparecería, tarde o temprano. Le sobraba el tiempo (ya no le encontraba sentido a horas, minutos y segundos. Eran simplemente parte de un reloj siempre atrasado).
Sonrió al verla venir de lejos. Aquellos pasos tambaleantes, la mirada vidriosa de quien ha bebido de más, la falda corta y los labios rojos. No podía ser ninguna otra.
Suspiró mientras ensanchaba su sonrisa. Qué ironía. Leía el miedo en sus ojos desde lejos. Él, que prometió matar todos sus monstruos. Ella, que solo se sentía segura en sus brazos.
Ya no eran ellos. Simplemente se habían vuelto dos extraños que se alimentaban de su propia memoria. Marionetas de convicciones de otros, dueños de vidas más convencionales.
"¿En qué nos hemos convertido?" pensó él mientras la observaba acercarse lentamente.
Ella se paró a una distancia prudente. Él aguantó la tentación de ensanchar la sonrisa. Podía sentir claramente las ganas de aquella chica que intentaba no temblar. Ganas de partirle la cara, de partirle los labios, de partirle el pecho en un abrazo. Su risa sarcástica era la defensa de quien no quiere reconocer su derrota. Habló, pero él ni siquiera se molestó en escucharla. Ya sabía sus palabras, conocía sus pesadillas, podía palpar sus murallas, y estaba rasgando levemente la superficie de su autocontrol.
Se concentró en fumar y en romper las barreras inútiles que ella había intentado colocar.
-Las cosas han cambiado mucho. El tabaco no sabe igual si no me lo quitas con tu saliva de la boca.
Pudo oír el primer "crack" en aquel muro de hielo que los separaba. Sentía como su mirada ardía, y ella no podía hacer nada contra eso. El fuego terminaría por derretir hasta la última capa de hielo. Arrasaría con todo, para bien o para mal.
"Qué paradójico incendiar aquello que tienes intención de salvar" pensaba él mientras la respiración de la chica se volvía más acelerada y audible.
Ella volvió a atacar intentando impregnar de odio sus palabras, con la esperanza de envenenarlas de rencor y así alejarlo. Él ni siquiera necesitaba observarla. La conocía demasiado bien. "Pretende herirme dirigiendo hacia mí un odio que no me pertenece. Ella solo se odia a sí misma."
-Estás temblando-él seguía sin mirarla-. Deberías comprarte otro reloj, y dejar de llegar tarde a las personas. Nunca entendiste que necesitaba saltar, y que tú solo querías volar. Yo soy grito, y tú cristal.
Y ella se rompió. Él pudo sentir en su propio cuerpo el dolor, y el cigarrillo se soltó de su boca, consumido por completo.
-No somos ceniza. Te lo prometo-susurró él.
Solo quedaba una cosa por romper, y era la distancia. Un paso. Dos. Tres.
-Que el mundo sea el que se consuma. No volvamos a convertirnos en una explosión que se va dejando tras de sí olor a pólvora quemada y cristales rotos en el suelo. Devuélveme el alcohol de tus labios, y quédate con mis escombros a cambio. Siempre han sido tuyos.
"Y siempre lo serán" (su último pensamiento, antes de que ella deciciera desaparecer en su portal o enterrarse en las estrellas de sus ojos).
M.A.G.
sábado, 1 de diciembre de 2012
Caeré.
Tenía una ingente cantidad de palabras bonitas guardadas bajo llave en los labios. Y me he atragantado con ellas.
Besos que pierden metros, edredones que se enredan, miradas que te parten. Momentos congelados, recuerdos en llamas. En el ojo del huracán, en el centro de la tormenta, quedo yo.
Solo yo.
Y la ansiedad. Y la nada.
(¿A esto se le puede llamar respirar?).
Las palabras se me escurren por los ojos, me ahogo en ellas. No soy capaz de flotar.
Alcohol para asfixiar las mierdas como el peor de los caminos posibles. Quizá por ello lo considero. Lo inadecuado, lo estúpido, lo autodestructivo; siempre es lo que elijo. (Y luego me planteo por qué no soy capaz de salvar nada ni a nadie).
Hacía mucho que los recuerdos no me hacían temblar así. Mi cuarto huele a él y creo que voy a estallar en miles de 'no pasa nada, estoy bien'. Como debe ser. No quiero consuelo, ni advertencias, ni consejos. Me basta con perderme en mis suspiros. Me basta con nada. Y nada es lo que queda, y lo que hay.
Una risa irónica resuena en mi cabeza, el miedo más oscuro es aquel que me impide encender las luces. El que apaga la calma. Procuramos ignorarnos mutuamente, pero él siempre me da los buenos días con impecable educación. El problema es cuando decide visitar mis pesadillas y tomar café conmigo por la noche.
(Luego me quejaré de madrugadas rompiendo cada plato que rocen mis dedos, observando el agua caer por todas partes mientras me dejo ir).
Lo peor es cuando siento que nadie lo escucha. Ese incesante roto que se va haciendo más grande en el alma, esa respiración ligeramente alterada, aquel vaivén de pupilas nerviosas. Y es entonces, en las habitaciones llenas de gente, cuando congelo un par de sonrisas y pierdo todos los hilos que me conectan con la realidad. La trivialidad se disfraza de risas que no significan nada y yo soy incapaz de echar a correr.
Esta noche no me importa escribir lo que sé que no se puede leer. La balanza que regula el bien y el mal se ha estancado en mi cabeza. Callo mientras grito en silencio. Y es su eco el que me persigue cuanto más lejos huyo.
Echar de menos es el mayor vicio para quien acaricia recuerdos.
M.A.G.
Besos que pierden metros, edredones que se enredan, miradas que te parten. Momentos congelados, recuerdos en llamas. En el ojo del huracán, en el centro de la tormenta, quedo yo.
Solo yo.
Y la ansiedad. Y la nada.
(¿A esto se le puede llamar respirar?).
Las palabras se me escurren por los ojos, me ahogo en ellas. No soy capaz de flotar.
Alcohol para asfixiar las mierdas como el peor de los caminos posibles. Quizá por ello lo considero. Lo inadecuado, lo estúpido, lo autodestructivo; siempre es lo que elijo. (Y luego me planteo por qué no soy capaz de salvar nada ni a nadie).
Hacía mucho que los recuerdos no me hacían temblar así. Mi cuarto huele a él y creo que voy a estallar en miles de 'no pasa nada, estoy bien'. Como debe ser. No quiero consuelo, ni advertencias, ni consejos. Me basta con perderme en mis suspiros. Me basta con nada. Y nada es lo que queda, y lo que hay.
Una risa irónica resuena en mi cabeza, el miedo más oscuro es aquel que me impide encender las luces. El que apaga la calma. Procuramos ignorarnos mutuamente, pero él siempre me da los buenos días con impecable educación. El problema es cuando decide visitar mis pesadillas y tomar café conmigo por la noche.
(Luego me quejaré de madrugadas rompiendo cada plato que rocen mis dedos, observando el agua caer por todas partes mientras me dejo ir).
Lo peor es cuando siento que nadie lo escucha. Ese incesante roto que se va haciendo más grande en el alma, esa respiración ligeramente alterada, aquel vaivén de pupilas nerviosas. Y es entonces, en las habitaciones llenas de gente, cuando congelo un par de sonrisas y pierdo todos los hilos que me conectan con la realidad. La trivialidad se disfraza de risas que no significan nada y yo soy incapaz de echar a correr.
Esta noche no me importa escribir lo que sé que no se puede leer. La balanza que regula el bien y el mal se ha estancado en mi cabeza. Callo mientras grito en silencio. Y es su eco el que me persigue cuanto más lejos huyo.
Echar de menos es el mayor vicio para quien acaricia recuerdos.
M.A.G.
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