jueves, 7 de febrero de 2013

La historia de alguna chica sin nombre.

Empieza el tercer acto de la obra más triste del mundo.
Las calles susurran, apagadas. La lluvia llora y como es lluvia, nadie lo sabe (tampoco es que mucha gente se pare a mirarla, ni mucho menos a rozar sus gotas con una leve caricia).
Los árboles sin hojas están muertos en medio de las aceras, esperando a que la primavera vuelva a salvarlos. El cielo lo vigila todo, impasible. Atrapando al Sol entre sus miles de nubes grises.
En los balcones hay quien se deja llevar por amaneceres pasajeros, o quien no soporta que el frío le secuestre el poco calor de esos abrazos que aún guarda en sus costillas (abrazos marchitos que cada día se alejan un poco más, y matan un poco más fuerte).
Dentro de una de esas casas hay una chica que se ha enamorado de las lágrimas de la lluvia y a la que el Invierno nunca ha querido. Se cree que escribir sirve de algo, cuando está claro que a nadie le importan sus palabras (a veces ni siquiera a ella misma). Está cansada de dar explicaciones, de tener que hacer equilibrismos con la verdad y de fingir que no está rota. 
Un decorado en blanco y negro para un guion tan retorcido que roza lo enfermizo. Una serie de personas  dicen ser los actores, pero parecen meramente parte del atrezo. Un tiempo y un espacio carentes de sentido,  distorsionados, engañosos. Y una única chica en medio de todo aquello. Esperando.
Se abraza a sí misma mientras tiembla, porque se le escapa algo de dentro, e intenta agarrarlo con toda su alma (con toda su desesperación). La cabeza le estalla con canciones que nadie más parece oír y que consumen lo que le queda de sonrisa. Para colmo, el filo de la hoja de un calendario le araña la garganta y le impide respirar con normalidad. 
La chica escucha muchas voces que le dicen que no se rinda, como quien va a comprar y pide una bolsa de plástico. Sencillo, amable y barato. Lo malo es que el corazón no funciona así. Lo complica todo y se vuelve un hijo de puta borde que acaba saliendo demasiado caro.
Sin emabargo, nadie escucha a la chica. Todo el público la oye, pero no presta atención a sus palabras. Se le congela la voz de tanto gritar para alguien que se evapora. Ella, que había resucitado en susurros y tormentas llenos de amor.
Ella se queda de pie, viendo como todas las luces se apagan. El público se levanta. Nadie aplaude. Sus vidas continuarán en otro teatro, en otra obra más divertida, más buena, más interesante.
Ella repetirá la función una y otra vez, en una sala vacía. Su última frase se perderá en el eco de aquella inmensidad hueca:
"Las personas huyen de las cosas rotas. Deja de creer a los que dicen que no. Se piensan que eres un juguete especial y raro al que pueden reparar, e incluso te cogen cariño mientras lo hacen. Pero cuando ya estás acabada, te observan decepcionados. Esperaban otra cosa. Y entonces, te lanzan al suelo. Otra vez."
M.A.G.

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