Nuestras palabras nos delatan, desde las tildes hasta las comas. Creemos que es la mejor manera de huir lejos, y olvidamos que contienen las huellas dactilares del alma. Qué ingenuos.
Nos joden las letras que forman "imposible" y hablamos de excepciones y de milagros como quienes poseen una fe incurable. Agarrarse a la épica cuando los quizás duelen demasiado y apurar el descuento buscando el gol del éxtasis.
Por eso después de millones de susurros contra una pared, creo que es mejor cruzar la línea de lo irrealizable, dejar de rezarle a los improbables, follarse a la puta mala suerte.
Porque tres minutos de valor absurdo con consecuencias nefastas son tal vez el mejor patrimonio de mi orgullo. Y porque a veces el agua helada te regala la risa y el caos y el silencio. Merece la pena arriesgar la dignididad de vez en cuando. Curiosamente se cura sola, y cuida sus heridas mejor que algunas personas. Las convierte en medallas que certifican el valor de nuestras derrotas.
De un momento de locura se pueden vivir varios años. Pero una vida de aguas apagadas y tranquilas no te salva el corazón del huracán del tiempo.
Y aprendemos eso jodidamente tarde.
No soy partidaria de idioteces gratuitas, sino de (algunas veces) hacer inteligentes los impulsos con un poco de razón, de conseguir protegerse sin ser coraza, de cuidar lo de fuera sin destruir lo de de dentro. (Aunque luego siempre nos consuman los extremos).
La historia de mediar entre el miedo y la verdad, otro cuento que perdimos entre hojas arrugadas de un libro que nunca quisimos escribir.
M.A.G.
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