martes, 20 de noviembre de 2012

Cara A

El universo infinito se le había quedado pequeño, y aquel día lo comprendió. Jugando en su cabeza con aquella bola del mundo que habitaba en lo más profundo de los sueños. Otra vuelta de tuerca, otro giro en la noria.
Caminaba entre la niebla, callada, ausente, creyendo que de verdad había algo tras las estrellas. Lanzaba besos con los ojos a la vida (luego se arrepentía, cuando amanecía con ellos húmedos y con el alma encogida).
Una noche se juró (qué inconsciencia la suya, qué inocencia tan estúpida) que nunca nadie la volvería a destrozar. Que no quería más corazón que el suyo propio. Que el olvido era un hecho, un escrito firmado, un 'no' firme en su conciencia.
Y esa madrugada, aquella llama de sus recuerdos, esa mirada turbia del pasado, se plantó frente a ella.
-Has perdido la cabeza-se dijo a sí misma-. Él no iba a volver. Me lo aseguró.
No obstante, eran aquellos ojos irónicos de color indefinido, no le cabía duda. La figura recostada en  la farola, frente a su portal, lucía esa sonrisa desgastada y llena de odio, ese cigarro en los labios que tan bien conocía ella.
Las piernas le temblaban, y la seguridad que le daban sus tacones se convirtió en vértigo.
Pero mantuvo intacto su valor, y las ganas de romper el mundo entero en aquel momento fueron más fuertes que ella.
Lanzó una pequeña risa, reventando cualquier esperanza de tregua que él tuviera.
-¿Qué quieres? No son horas, no es tu casa, y yo ya no soy tuya.
Ni siquiera levantó la mirada del cigarrillo. Ya la había observado de lejos lo suficiente. Ya la había contemplado cada noche en su recuerdo y en sus pesadillas. No necesitaba ver sus crispados labios rojos, ni  ese aparente odio inspirado por el rencor.
-Las cosas han cambiado mucho. El tabaco no sabe igual si no me lo quitas con tu saliva de la boca.
Ella solo tenía ganas de llorar, de correr, o de pegarle un puñetazo. Él era él. No tenía derecho a hacerle eso.
Él.
Ese tipo de amor que te revienta el alma una vez, te incendia y luego se queda observando como cada puta ceniza se transforma en una herida. Esa atracción prohibida e inalcanzable, esa maldita persona que la alteraba hasta lo más profundo de su ser.
-Las cambiaste tú el día que decidiste que una ventana abierta y una botella de ron sí merecían la pena, pero que yo, no. Piérdete en alguna canción, o búscate en el portal de otra.
-Estás temblando-él seguía sin mirarla-. Deberías comprarte otro reloj, y dejar de llegar tarde a las personas. Nunca entendiste que necesitaba saltar, y que tú solo querías volar. Yo soy grito, y tú cristal.
Y ahí, ella perdió las fuerzas. Se perdió.
Así (no) termina otra historia de caricias que se transformaron en mierda, de insultos a las tres de la mañana y de besos con sabor a vida.
M.A.G.

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