martes, 2 de diciembre de 2014

21

Y duelen todos ellos, quizá porque recuerde aquel poema de hace tres años, que siento como si fuera mañana. Lo peor es cuando no solo repites los errores del pasado, sino que dibujas otros nuevos y vienen a pintarte el caos en las pestañas. Me miro los cordones con aire ausente, y deseo contar hasta diez y dar la vuelta a un reloj que ya no existe.
A veces leo a personas tristes que escribieron renglones torcidos durante toda su vida, y las entiendo tanto mientras corren por el pasado, que incluso atrapo sus resquicios de alma de papel. Es entonces cuando le echo la puta culpa a Ángel González aunque sepa que es mía, que nadie me obligó jamás a romperme en pedazos el alma con cada luz y cada sombra.
Nunca me pusieron esos libros en las manos. No me necesité más que a mí misma para suicidarme a base de belleza y mierda. He creado un ciclo maldito que jamás cambia, un universo hecho de lluvia y canciones de las que te destrozan del corazón a la cabeza.
Esa noche llovió tanto que se inundó mi pecho, y no era justo. Jamás lo es. No le importa a nadie y es natural; el mundo no pertenece a los que abren la melancolía cuando cierran los ojos.
Tenso los brazos, dos escalofríos a la derecha, una mano cede y la otra se arrastra por la memoria, llenándose de mierda. Quizá tan solo soy un cuerpo que busca el eco de su aliento.
Me escribo cartas de amor con rabia, porque sin algunas de esas palabras ya estaría muerta. He aprendido a gritarme muy fuerte que no debo rendirme, y tal vez con eso baste. El vicio de no saber separar lo bonito de lo jodidamente triste es una bandera blanca de guerra. Y qué putada, joder.
Ojalá los extremos no fueran lo mismo tantas veces.
Ojalá existieran los viajes en el tiempo por la piel.
Y ojalá no supiera por qué escribí esto el día de mi cumpleaños.
M.A.G.

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