Dan las doce y la manecilla rota del reloj tiembla frente a la esfera de cristal. Hace amago de pararse frente a un número desdibujado, pero solo consigue lograr un parpadeo insistente.
La cama se mueve, o quizá es la silueta que se dibuja bajo las sábanas. Una mitad a medias, un cuerpo dormido con el corazón aletargado. Un paso, otro, ropa por el suelo, una maldición, tres suspiros.
Y ese café observando cómo el azúcar se precipita sobre él. Las medias rotas tiradas en un rincón, haciéndole preguntas que se ahogan en la espuma del café.
Metros que vienen, caminos que se van, sonrisas furtivas, tristezas de metal tras las imágenes menos esperadas. Puñetazos a las 4 de la mañana en la puerta del destino, quejas por una herida mal cicatrizada, por un corazón en coma.
Tiritas en el lado izquierdo, cubriendo una línea discontinua absurda e invisible, vendavales de incertidumbre que solo traen dudas infinitas
(esas putas dudas infinitas).
Bombillas que nunca dan la luz suficiente, nubes que se comen a las estrellas y esos rotos en el pantalón que van también por debajo de la piel. Y por encima de ella corren ríos de maquillaje que ya no son para ponerse guapa. Solo ocultan la inundación, el terremoto, y el incendio (las llamas a veces asoman por alguna de las pupilas, de esas pupilas partidas por la mitad).
A medio camino entre el desastre y la nada, a medio camino entre un suspiro y la última de las respiraciones. Un único vaso roto en medio de una fiesta de cumpleaños donde ya no queda nadie, un baño con la ventana abierta, aquella botella olvidada en los estantes de un supermercado.
Se escuchan unos pasos apagados en el altavoz encendido de su cabeza. El simple sonido de la otra mitad de la almohada. Y entonces empieza a llover, aunque jamás dejan de caer esas gotas por el precipicio.
Llueve a medias, respira a medias, cae a medias.
El continuo tic-tac del reloj trae recuerdos, y se deja observar con indolencia. Ojos de comprensión, de tristeza, la mitad de una mirada que sabe mucho del tiempo y de cómo asfixia lentamente, con la certeza del fin en negro. Matarse es un arte, y el reloj es un experto.
¿Alguien más con el valor de afirmar que el tiempo cura?
Aunque, si la muerte es la solución, quizá sea cierto.
M.A.G.
No hay comentarios:
Publicar un comentario