viernes, 28 de junio de 2013

Tristeza.

La tristeza de los atardeceres muertos
llega cada madrugada de mierda
envuelta entre los recuerdos y
las lágrimas que empapan la vida.
Cuando mis alas se cansan
de fingir que están enteras y
de jugar a que pueden volar hechas pedazos.
Si solo quiero cerrarme las heridas con algo de luz,
arreglarme el corazón a besos
para dejar de coserme miedos a la boca
y de buscar finales a los círculos.
Esas espirales que solo saben de destrucción
anticipadamente cíclica,
de comas etílicos,
y de carcajadas histéricas a la cuatro de la mañana.
Como una cama que nos atrapa
entre unas sábanas que no saben a victorias,
que no guardan ese olor reconfortante
y no saben nada sobre cómo salvar a alguien.
Sentirse condenada por unas palabras
que nunca se han pronunciado,
que la felicidad se fugue con tu suerte
y te dejen agonizando en el suelo de algún bar.
Porque la soledad que más asfixia
es la que nunca terminamos de aceptar,
los trenes a los que subimos mientras lloramos,
las calles que nos gritan que un día
podíamos parar el tiempo con una sonrisa.
A veces me tatúo en las ganas
que no todo está perdido y que quizá algún día
deje de mirar las ventanas y las pastillas
pensando en una posible vía de escape.
Pero hasta los colores más brillantes
se apagan si les vomitas encima,
y las lámparas más bonitas
dejan de iluminar cuando las revientas contra el suelo.
Y yo ni emito luz
ni puedo aspirar a ser primavera.
M.A.G.

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