viernes, 14 de junio de 2013

Ironiria

Oniria encontraba a Insomnia y los dos conectaban bien. Qué fácil, ¿verdad? O más bien, qué difícil. Hallar la magia, compartirla, confiarla. Que os bese, que os abrace, que os folle en cualquier noche eterna y os haga indestructibles. Hasta que los polvos dejan de ser de hadas (o dejan de ser, sin más) y las varitas son solo bolis que aplastar contra el papel, desgarrando el alma en forma de frases y frases que nadie leerá nunca.
Eran la misma piel, pero los dos saltaron al vacío en vez de andar por los cables. No era necesario tanto equilibrio, ¿no? (Quizá ese era el verdadero fallo). Ni quererse tanto, ni quererse bien. ¿Para qué coño buscáis adjetivos y adverbios? Había cosas simplemente inexplicables, y aquella era la verdadera magia.
Esperar era importante, aunque las luces de neón jamás eran suficiente; siempre acababan parpadeando insolentemente antes de apagarse de golpe y dejarlos a oscuras. Y aunque las madrugadas y los bares en penumbra servían para refugiarlos entonces, recuerdo que un día que escribí que a veces las sombras pueden comerte.
Tampoco había pijamas, y no, Oniria jamás era capaz de soñar si estaba con él, pero Insomnia sí conseguía dormir. Tal vez se tergiversó la historia, o tal vez la historia los tergiversó a ellos. Lo cierto es que el principio y el final fueron lo mismo, y los días no vividos continuaron sucediéndose, uno tras otro, entre ojeras y fragmentos rotos de esperanza, el único resto absurdo que dejó la magia.
Y es que al subirse al piso más alto, se acabaron despeñando a cámara lenta, admirando el final a medida que se acercaba inexorablemente, resbalando por el aire, emborrachándose de despedida. (Aunque Oniria jamás se despidió, y tampoco fue cruel. Ni siquiera cuando el suelo se la tragó). Demasiados reencuentros jodidamente esperados, demasiadas dualidades que los envolvieron en un anticiclón. Al menos las noches fueron más azules que cualquier día de verano, al menos siempre fue él.
Pero sí, después de la caída ella ya no soñaba más, y sus fantasmas la visitaban en cada parpadeo prolongado. El problema de Insomnia no era querer despertar; Insomnia ya había despertado. Y ella juraba bajo toneladas de hormigón palabras que ninguna persona jamás oiría, porque eran suyas, eran su alma estrujándole la garganta y las letras, y eso no tiene derecho a sentirlo nadie más. No se debe prestar el dolor, porque irónicamente siempre exigen los intereses.
El subsuelo no es eterno, y cuando Oniria regresó, una ciudad muerta la observaba girarse en cada esquina buscando el encuentro más inesperado de todos. Ella nunca escapó, ni dejó intervenir a nadie más que a sus propias palabras. Solo juraba bajito, y trataba de dormir.
Es otra historia más de sueños (rotos) e insomnios (histéricos). Otro castillo de arena que se tragó la marea, otra página arrugada de un libro que nadie quiere leer (y a quién le importa).
Y el fin en negro de la historia era una anticipación hecha de letras, como la misma Oniria. Ella no es más que el anagrama de Ironía, pero no lo comprendió hasta que Insomnia acabó cediendo al sueño fácil. No era el final esperado. No hubo gritos, ni terceras personas, ni una última mirada de desolación. Solo quedaron los días no vividos, entre humo, botellas vacías y las trampas de la memoria.
Oniria estaba atada a la autodestrucción circular. Y quizá solo la palabra que la condenaba podría salvarla.
M.A.G.

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