Con el tiempo se comprenden muchas cosas. Cada uno decide luego invertir lo aprendido de forma diferente.
Hay quienes creen que sus lecciones les dicen que deben correr. Empezar un día y no parar nunca, atravesar montañas, ríos, ciudades y costas, sin mirar atrás. Hasta que el día que deciden parar, agotados, se dan cuenta de que por ese ímpetu de alejarse de todo, están solos, sin nadie alrededor.
Por otro lado, están los que se convencen de que la solución a todos sus problemas está en las máscaras. Se compran mil caretas diferentes, las superponen unas sobre otras, e intentan que nadie adivine que no forman parte de su piel. Lo que no saben, es que al final somos lo que nos empeñamos en ser. Y ellos se acaban transformando en nada, perdiendo su esencia entre tanto disfraz.
También es habitual ver a personas que deciden que la vida no vale. Que han sufrido tanto que solo queda la opción de las lágrimas, de rendirse. Lo observan todo tras una cortina borrosa, se acostumbran a quedarse solos. Muchas veces ellos mismos lo propician y lejos de añadir esto como lección de cambio, deciden añadirlo a los motivos por los que no merecen la pena. Al final, naufragan en ellos mismos. Desaparecen. Quizás sea lo mejor, así ya no les duele nada.
Luego los hay quienes han creído aprender que la vida está para reírse de todo, para disfrutarla al máximo. Llevan una sonrisa perpetua en el rostro, siempre animan a los demás, y en cuanto atisban que alguien puede causarles sufrimiento, se alejan. Muchos creen que este es el secreto de la felicidad, la mejor forma de comprender y afrontar la vida. Nada más lejos de la realidad. Sufrir, llorar, arañarte por dentro, son parte del viaje. Son necesarios, y es normal que estén presentes, cuando algo vale la pena de verdad. La felicidad artificial invadirá sus vidas, y terminarán con una sonrisa inerte en su cara, que no varía, que no es capaz de quedarse con nadie, que tiene un miedo inmenso.
Finalmente, están quienes miran todo con el ceño fruncido, cuestionándose cada mínimo detalle. No confían ni creen en nada, el cinismo es su postura preferida ante cualquier cosa. Carecen de fe o de sueños, todo se basa en el sarcasmo y en defenderse de las personas antes de que les ataquen a ellos, dando por hecho que tarde o temprano, lo harán. Su final no podía ser otro que condenarse a vivir desconfiando hasta de ellos mismos, con una inseguridad terrible bajo su conjunto de negativas y rotundas certezas.
Cada uno puede leer esto y reconocerse donde quiera. Ya sea en algunas cosas, en una sola, o en nada. También puede tacharme a mí de cualquier insulto, o de cualquier afirmación peligrosamente cierta o tan falsa que me produzca risa. O simplemente, creer que lo escribo porque es lo que las palabras han sacado de mí. Quienes me conozcan, deberían tenerlo claro.
Ah, bueno. Preguntáis por mí ¿no?
... ¿Yo?
¿Qué soy?
Yo he sido cada una de esas personas.
M.A.G.
Yo siempre tengo el ceño fruncido, de hecho casi tengo ya un poco de marca... Pero no soy de esas que olvidan sus sueños, ni mucho menos... Soy de las que son felices con los pequeños detalles porque ellos me componen, de las que no se convencen con las falsas promesas...
ResponderEliminarSoy de las que se van de vacaciones, desconectan y no se olvidan. De hecho, ayer había bandera roja en la playa, y me hice heridas de guerra para poder capturarla, pero ya tengo tu ola. :*
Esa es la clave, ser una mezcla... :) Oh, pues aceptaré una ola encantadísima!
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