lunes, 14 de mayo de 2012

Nuestras propias palabras se alejan de nosotros.

¿Soy yo la que está escribiendo esto? ¿Hasta qué punto "soy"?
Porque me he buscado en mis propias palabras, lo más mío que poseo, una de mis principales razones para seguir adelante, para sumar respiraciones a mi cuerpo.
He buceado en las más recientes que tenía. Y eran tan brillantes que me han deslumbrado, que me han cegado y se han llevado una parte de mí hacia atrás, hacia ellas.
Las he sentido todas, una a una, desde la primera hasta la última letra. Qué fácil resulta recordar a veces. Especialmente cuando la cantidad de recuerdos es tan extensa que produce hasta miedo hacer el cálculo de cuánto de mí se ha quedado en el pasado. No quiero pensar en eso, pero me lleva plantearme qué soy yo, qué era, y qué seré. Me aterroriza pensar que lo mejor de mí se ha quedado atrás, que las palabras, que el corazón, me han arrancado una parte esencial de mí, una parte sin la que no puedo estar. No sé exactamente si tiene un nombre, solo sé que me persigue, que me observa cuando duermo, que se introduce hasta en el más mínimo resquicio de mis sueños.
Intento ignorar todos estos pensamientos, pero emergen de repente, en forma de pequeño detalle que desencadena estampidas de recuerdos. Y vuelvo a la entrada anterior, a decirle a mi cuerpo que se tiene que acostumbrar a esta cantidad de oxígeno, rara y desagradable, conocida pero ya olvidada. A veces lo consigue, otras... Otras simplemente, sobrevive.
Quizá es que esas palabras no son lo normal en mí. Para qué engañarme, siempre se me ha dado mejor hablar de cristales rotos (también conocidos como "yo"), de ironías desgarradoras, de tormentas y de historias de Zafón y Burton. Tal vez no sepa escribir sobre algo bonito que no sea triste, y el mundo se empeñe en recordármelo de esta manera.
Fue una vez el Sol... Y curiosamente, esta vez, era invierno.
M.A.G.

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